Armando manzanero a mis escasos doce años, en Mérida, yo tomaba una pequeña valija, un pantalón, dos camisas y mi hamaca. Salía los fines de semana a recorrer muchos de los pueblos de mi estado, Yucatán, pues siguiendo la carrera de mi padre, yo también era músico y ¡vaya que me gustaba! No hay nada más hermoso que hablar el idioma universal, conectar con la gente y sentir esa autosuficiencia económica, esa especie de poderío que, aunque bastante raquítica colmaba mis necesidades. Hay luces que se encienden una vez y nunca se apagan. Mis ojos, desde el aire, vieron encenderse a lo lejos a la ciudad de México en aquel ya lejano e inolvidable cinco de mayo de 1957. Mis retinas asombradas le ordenaron a mi cerebro guardar esa imagen, ese resplandor, en el centro de mi memoria y de mi corazón… y ahí se quedaron. Esa luz se encendió para siempre. Para recordarme siempre, para animarme siempre, para derrotar por siempre las sombras de mi vida.