Doce años de paz inalterable, desconocida desde la muerte de Numa Popmpilio, disfrutaba el mundo, cuando Dios, dirigiendo sus compasivos ojos hacia la tierra, decretó bajar a ella en forma de hombre y derramar su sangre por el delito ajeno. Su venida debía anunciarse con grandes y asombrosos acontecimientos. Así sucedió. Los impíos idólatras del Olimpo de Homero, los sensuales adoradores de Venos la prostituta y Mercurio el ladrón, los corrompidos cortesanos del Capitolio, languidecían en brazos de la pereza y el amor.
Aquella paz inalterable les llenaba de admiración, y un día subieron al templo a consultar al oráculo de Apolo cuánto tiempo duraría.
El oráculo les respondió estas palabras: Hasta que para una Virgen.
Creyendo que por el orden natural, era imposible que esto sucediera pusieron esta inscripción sobre la altiva puerta: Templo de la paz eterna.
Mientras tanto la Sibila Cumea, la inspirada poetisa, vaticinaba en la ciudad impía de los Sibaritas la venida de Jesucristo.
Octaviano Augusto reunió su consejo, y la sibila fue interrogada.
El César quería saber si nacería otro hombre mayor que él.
El emperador esperaba una respuesta, cuando un círculo de oro apareció alrededor del sol.
En el centro, rodeada de vivos rayos, se hallaba una Virgen llevando un hermoso niño en los brazos.
La Sibila, entonces, extendiendo su mano hacia el brillante foco del cielo, exclamó con voz profética: Ese niño es mayor que tú, adórale.
De repente oyóse una voz misteriosa que decía: esta es la ara santa del cielo. Esto sucedia en Roma cuando en Oriente, en la moderna Babilonia, en la populosa Seleucia, apareció una estrella que, arrancando de sus palacios a los reyes magos, les condujo con su resplandor a la puerta de un establo de Belén.
La profecía de Baalam se cumplía. La estrella de Jacob acababa de nacer en los cielos.