Soy una mujer de mediana edad. Dos de mis hijos están casados y el tercero, a punto de volar. Tengo un nieto. Atravesé sana y salva la menopausia. En los últimos años he intentado trabajar, estudiar, ser ama de casa, escribir, vivir para adentro y para afuera. Estoy inaugurando una etapa de inseguridades mezcladas con entusiasmo, curiosidad y esperanza. Las que nacimos más o menos entre 1940 y 1960 somos ese grupo de mujeres que desde los setenta fueron logrando cambios sociales de gran trascendencia. Hoy, ya maduras, estas mujeres de cierta edad somos las primeras en desafiar la idea de que la vida se acaba a los cincuenta, las primeras en envejecer de otra manera. En efecto, estamos envejeciendo. Pero gran parte de nuestro terror a la vejez está provocado por la ideología que desprecia a los viejos. Si comprendemos y desenmascaramos estos patrones culturales, diluiremos la angustia y dejaremos de sentirnos víctimas. Valientes, alegres, desparpajadas e irreverentes, nos lanzaremos a combatir tales formas de discriminación. La mediana edad no es un problema: es un trecho, vivo y palpitante, de nuestras vidas. No es un puro declive: es una larga meseta, con sus valles y sus colinas, sus ríos y sus bosques, sus climas cambiantes y sus volcanes que a veces hacen erupción. Escribir sobre nuestras vicisitudes y crisis en esta etapa fue un viaje de autoconocimíento y reflexión que me ha hecho sentir más libre. Ahora tengo más claridad y menos miedo. Espero contagiar a mis lectoras.